La semana pasado el mundo se indignó al unísono por la noticia de que un pequeño delfín murió en la costa de Santa Teresita porque algunas personas quisieron tomarse una selfie junto a él”. La indignación de la llamada “opinión pública” pareció el acto reflejo lógico ante este acto*.
A mi entender quedarse sólo con el enojo y etiquetar de inadaptados y condenables a quienes lo hicieron es tomar el costado “políticamente correcto” del asunto y clausurar, al mismo tiempo, una cuestión que cala mucho más profundo. Dejemos la parte fácil, que es señalar el problema en el otro, y entendamos que ese otro no existe aislado del resto de los humanos. Por eso no debemos quedarnos sólo en la anécdota sino ponerlo en contexto y permitirnos reflexionar sobre qué es lo que dice este hecho de nosotros como sociedad global.
Más allá de la anécdota
No se trata de un pequeño grupo llevado por una locura pasajera sino de la punta del iceberg que deja entrever algo un tanto más oculto: una humanidad que desde hace siglos viene dando un trato al mundo natural que poco tiene de justo o ético. Ésto es apenas el exponente más grotesco (y más reciente) de una forma de hacer que viene de larga data y que, cada tanto, muestra su lado menos feliz con mayor claridad.
¿O alguien se olvidó que hace pocos meses ocurrió algo parecido en Costa Rica con la intromisión desaforada de turistas en una playa donde debían desovar –como cada año- decenas de tortugas marinas.
Gran parte de la responsabilidad de este fenómeno viene de un profundo desconocimiento de la naturaleza. Claro que llegar hasta aquí requirió de siglos de transformaciones en las comunidades, que terminaron por olvidar de dónde provienen los alimentos, el agua potable, el aire puro o sus mejores momentos de remanso.
Un puñado de personas sacando del agua a un delfín para sacarse una foto con él como si fuera un objeto habla de esta total desconexión que hay con el medio ambiente donde vivimos y de cómo un grueso de la población no sabe bien cómo reaccionar frente a un evento natural poco frecuente.
La educación no logra ayudarnos a conocer y apreciar el mundo que nos rodea más allá del asfalto y las torres de edificios. Desde las diferentes esferas de la vida humana falta poner a disposición herramientas para acercarse e interpretar a la naturaleza, falta voluntad para sentarnos a observarla y tiempo para dejar que ella nos interpele, falta decisión para sumarla como un pilar indispensable en la formación de cualquier ser humano.
La educación no sólo se limita a tener biología o ciencias naturales en el colegio. Pasa porque más padres comprendan cuán vital es que los chicos salgan y jueguen al aire libre respetando el entorno y no dañándolo. Pasa por desactivar ese pensamiento que asocia el afuera con el miedo. Pasa por planificar ciudades que brinden acceso a espacios seguros de recreación al aire libre y pasa por medios de comunicación que tomen la posta en informar con seriedad sobre las problemáticas y las soluciones ambientales. Si estas esferas se pusieran en movimiento, más ciudadanos podrían comprender en toda su dimensión que, queramos o no, somos sólo una pieza más del planeta y que debemos convivir en el respeto.
Los animales a nuestra merced
Déjenme preguntarles: ¿existe alguna diferencia entre el caso del delfín y la psicosis por la llegada de camalotes y víboras a las costas del Río de la Plata? En ambos casos hay una profunda ignorancia que lleva a malos comportamientos. He visto con mis propios ojos cómo se prefería matar a las víboras en vez de aprender a coexistir con ellas sólo tomando unas pocas precauciones. Esta visión que nos hablan de lo natural como algo que nos invade tiene mucho que reconsiderar. ¿No seremos los humanos los que copamos los paraísos terrestres sin medir si eso permitiría mantener el equilibrio con el resto de sus habitantes?
¿Podría ser distinta la situación entre quienes aún inculcan una visión sobre la naturaleza que habilita la foto del animal muerto como trofeo o rareza? Los safaris donde matan al elefante más viejo y al león más grande de África, los atropellos del Rally Dakar en tierras que, de otro modo, permanecen tranquilas lejos de la intrusión constante del hombre son apenas pequeñas muestras de una forma de concebir lo natural que aún adolece de mucha maldad.
Para colmo de males nos han hecho creer que los recursos naturales son inagotables y allí vamos, a explotarlos como si no hubiera mañana sin mirar si perjudicamos a otros en el camino (ni si nosotros mismos nos metemos en problemas). Así invadimos y contaminamos el hogar de muchas criaturas con derrames de petróleo, como está ocurriendo ahora en Perú o como pasó con los lodos tóxicos por la megaminería en San Juan o en Brasil. Expulsamos de sus hábitats a miles de animales cuando talamos bosques. Arruinamos sus hábitats cuando dejamos nuestra basura para que se desparrame por siglos en algún monte o descampado. En los mares crecen los peces alimentados de plástico y plancton que, después, cenamos en el más caro sushi –sin saber que comemos así el mismo plástico que tiramos al mar.
A las vistas de esto, el maltrato al mundo animal y natural es tanto más basto que lo que nos venden. ¿Nos indignamos con la misma fuerza?
Repensar el sistema
Aunque estoy segura que cada vez hay más consciencia en que los derechos de los animales (desde abejas, peces y aves hasta perros y caballos) y que eso nos permite pensar en cómo cambiar ciertos aspectos de nuestro sistema de vida para no violentarlos se, también, que nos queda mucho tramo por recorrer.
Hace veinte años creíamos que era divertido domar elefantes, leones y monos y ponerlos en una carpa para que entretengan a los niños. Hoy persisten las peleas de gallos, las corridas de toros y las jineteadas. Entonces, con una mano en el corazón y más allá de la indignación inicial, ¿de verdad nos asombra el caso de la selfie y el delfín?
Creo que, como habitantes del planeta tierra, nos debemos una fuerte autocrítica y una reflexión profunda sobre cómo –tal vez sin ser conscientes- aún convalidamos un sistema que se basa en el sufrimiento de otros.
Para evitar nuestra sincera indignación es que la industria de la carne vacuna, de los pollos y los peces no nos muestra su “detrás de escena”. Nos espantaríamos al ver las condiciones crueles en que los crían, transportan y matan aunque eso puede no ser suficiente motivo para dejar de comer carne animal. Nos horrorizaría saber cómo para sembrar soja, trigo o maíz se fumiga a mansalva poniendo en riesgo a muchas personas y animales que allí viven. Nos lamentaríamos al ver cómo para ganar zonas cultivables se tiran abajo bosques y selvas. Aunque, pensándolo bien, todo lo sabemos aunque sea de oído y, aún así, preferimos no ver.
Es más fácil que nos indignemos por el delfín que murió, por las crías de las tortugas que fueron pisoteadas por turistas o por el señor que mató al león más grande. Allí la culpa está más allá de uno y es más fácil señalar la paja en el ojo ajeno. A mi entender, ya es hora de desarmar ciertos conceptos que ya no nos sirven y plantearnos qué nos llevó a hacernos sentir tan ajenos al mundo animal y natural al punto de usarlo meramente como cosas. Creo que si encontramos, cada uno, una manera de volver a comulgar con el entorno eso no sólo nos ayudará a sanar al planeta sino también a sanarnos a nosotros mismos. ¿No les parece?
*No me detendré en si el animalito estaba muerto al llegar a la costa ni en el tratamiento amarillista que le han dado los medios. Sólo me quedaré con el titular que se esparció como reguero de pólvora (aunque no sea precisamente lo que ocurrió).
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