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La Guayaba: el cine se anima a contar la trata de personas en Argentina

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Nací y viví toda mi vida en una mega ciudad. Aprendí a quererla así, como es: gris cemento con un verde esporádico,  estridente de tráfico y bocinas en sonido surround, apresurada por nada, elevándose hacia el cielo a veces con tan poca gracia que da bronca, tapándome el sol y el horizonte en su afán de hundirme en ella y no dejarme ver más allá. Ciudad de furia, caos y desconexión de lo natural, donde todo fluye rápido aunque nunca se pregunte por qué cuernos es así.

Esa misma ciudad, mi Buenos Aires querida, que también me abre alas para recorrer su inmensidad de pasados,  de culturas, de tonadas, de cines, teatros y barrios. Ella, que me brinda esta posibilidad en cada esquina, con sus mil facetas de chica avispada y difícil de asir. A veces pienso en despegar de ella en busca de césped creciendo a su gusto, arboledas en vez de rascacielos, pájaros piando en vez de esa banda sonora de incesantes trajines que van y vienen en un sinfín de locuras citadinas.

Confieso que a veces lo pienso pero, después, un día de esos que pintaba ser ordinario, salís de la oficina y entrás a la Biblioteca del Congreso. Te sentás en una sala a ver una película y luego una charla, y toda una realidad se te pone enfrente, cruda y sin pelos en la lengua. Una realidad mediada por oradores que saben de qué hablan, que te mira a los ojos y te muestra porqué la vida en la ciudad irascible es tan atractiva que no la podés dejar. Porque al final, Buenos Aires, sos tan interesante. Sos linda y loca. Y te quiero remanida porque así también me hiciste a mi.
Ése día cualquiera fue el jueves pasado, dentro del Festival Internacional de Derechos Humanos organizado por el Instituto Multimedia DerHumALC y auspiciado por la Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación. Allí llegué gracias a la recomendación de Daniela y allí entramos con ella y Santiago, en una hermosa sala nueva de cine para la proyección de La Guayaba, dirigida por Maximiliano González y protagonizada por Nadia Ayelén Gimenez, Marilú Marini y Lorenzo Quinteros.

La realidad, omnipresente y hábilmente escondida por los poderosos, que narra este film argentino es la trata de personas, un eufemismo siniestro que hace más suave pensar algo que lacera: el hecho que existan (miles) chicas que apenas despuntan a la vida pero que ya son tomadas como mercancías y usadas -sin ninguna consideración- como carne. Su único futuro es que hombres, sin ninguna piedad ni empatía por sus semejantes, abusen de ellas. Y lo hagan por unos cuantos pesos, en un lugar de mala muerte y ante la vista (engordada de coimas) de policías y autoridades políticas y judiciales a las que no les importa que seres humanos sean confinados a una existencia de vejámenes y padecimientos.

La Guayaba habla de Flor, una misionera de diecisiete años, quien es secuestrada para ser vendida dentro de Argentina. Es una historia verídica que, lamentablemente, puede ser extrapolada a cualquier parte del mundo. Aunque en la mayoría de los casos el pertenecer a una clase social baja y vivir en países periféricos predispone más a tener la suerte nefasta de ser llevada por estas redes de gente que, por unos billetes, vende el alma de otros al mejor postor.

Lo bueno es que la historia de esta Flor termina en un escape, destino que la mayoría de las víctimas de explotación sexual no corre. Lo bueno, también, es que La Guayaba rescata su calvario en un film, de una manera austera, respetuosa y tan audaz, que pone esta temática sobre la mesa y dispara el debate. Aún mejor, si alguien aún no se había dado por enterado, ver esta película abre los ojos y hace imposible ser indiferente.

La audacia de mostrar lo que sufre la víctima de trata sin caer en el morbo no es la única virtud de La Guayaba. También expone las complicidades de toda la red que atrapa a las mujeres en este laberinto, sin vueltas. La película viene a cambiar la tendencia de que siempre sea la víctima la que pone la cara en estas crueles noticias mientras los responsables suelen ser ocultados deliveradamente del foco público (entre bomberos no se pisan la manguera, ¿no?).

Película  bien actuada y bien ambientada que termina siendo el resultado pulcro y conmovedor que, como contó su director, fue un desafío rodar porque “si contaba la historia de Flor, lo hacía a fondo o no lo hacía”. Maximiliano hizo su ópera prima cinco años atrás y se llamó La Soledad. Allí contó otra problemática que aqueja a las mujeres de su Misiones natal: el embarazo adolescente.

En La Guayaba fue por más y nos ayuda a pensar con su trabajo algo que ahora está muy de moda decir pero no por eso es menos cierto: sin clientes no hay trata. Como bien dejaron en claro en la mesa posterior a la proyección -que merecería un post aparte-, está muy bien denunciar y procesar a quienes lucran con la esclavitud sexual (aunque en nuestro país la ley aprobada el año pasado aún no está vigente y permite que proxenetas sean acusados pero salgan sin condena). Está bien, una vez rescatadas, que se les de asistencia acorde al calvario que estas mujeres sufrieron. Eso sí, hay que decirlo: si nuestra sociedad sigue criando hombres que disfrutan de abusar de mujeres y que usan su situación de poder para sentir placer, la fuerza que impulsa esta maquinaria de esclavitud sexual nunca dejará de girar.

De ese jueves, de esa película y de esa mesa de debate me llevé mucha información y muchas emociones encontradas. Me llevé un espíritu que ardía de ganas de no ser sólo una voluntad pequeña frente a una maquinaria diseminada en todos los estamentos del poder. Me llevé la certeza de que todo el aparato lucra, de alguna manera, con el sufrimiento de tantas chicas a las que nadie cuida y por las que nadie pregunta, salvo sus familiares, a quienes muchas veces ellas tienen que mentir y decir que están donde están por decisión propia, sólo para protegerlos.

Unas observaciones finales: una vez que logran escapar de la trata, las víctimas deberían poder contar con un mecanismo de declaración en la Justicia que las entienda en la particularidad de su sufrimiento y les de el respaldo para enfrentar con su verdad a sus secuestradores (y no como ocurrió en el caso Marita Verón); que una vez liberadas, ésas mujeres deben dejar de ser tratadas como víctimas y ser ayudadas a reinsertarse en la sociedad para dejar atrás su pasado y, por último, que hay que empezar a darles rostro a los proxenetas y a los poderosos que con su connivencia validan las redes de trata porque así será más fácil luchar contra ellos y condenar actitudes semejantes en otros.

Finalmente, me parece que la única manera de empezar a cambiar estas realidades tremendas es aprender a ponerse en el lugar del otro. Si no podemos pensar que una víctima de trata puede ser nuestra amiga, nuestra pareja, nuestra prima, nuestra hermana o hasta nosotras mismas, si no podemos dejar de ser indiferentes al dolor ajeno, nunca podremos comprometernos y actuar para cambiar lo que es injusto.

Diría muchas cosas más, pero sólo espero que pronto, cuando La Guayaba se estrene en salas, se hagan un momento para verla y dejar que su visión se amplíe y su sensibilidad se agudice con esta temática.  Son ésas cosas que les decía de Buenos Aires que me hacen quererla: poder entrar a realidades distintas a cada paso.

Pueden ver el trailer de La Guayaba acá

Meri Castro

Escribir es mi naturaleza y la naturaleza me cautiva. Combiné ambas pasiones y me volví ecobloggera. Comunicar es lo mío. Las redes sociales son mi vicio.

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